“Pero es que la propia naturaleza se convierte, por obra y gracia de la pintura de Víctor López-Rúa, en un objeto más que sobrevive a sus transeúntes, perdidos en sus frondas coloristas y presuntamente benéficas, cuando lo que contienen es la tela de araña laberíntica que nos condena al extravío perpetuo”
Luis Alberto de Cuenca
Un espectador atento al desarrollo de los acontecimientos artísticos de los últimos tiempos habrá caído en la cuenta, pienso, de que el concepto Paisaje ha entrado a formar parte de muchas de las últimas grandes exposiciones que se han llevado a cabo en el contexto internacional. Es, pues, pertinente afirmar que el Paisaje está de moda entre las inquietudes estéticas de los comisarios -curadores-, críticos y especialistas. Los actores participantes en estas muestras que, además, han incluido ciclos de conferencias, coinciden en la tesis que anuncia un nuevo enjuiciamiento del término aludido, para a continuación proceder a analizarlo desde un punto de vista ético, social y político; así, un cúmulo de palabras e ideas brotan en cascada: territorio, identidad, ecología, intervención, medioambiente, sostenibilidad, turismo… En los epígrafes que avanzan el contenido de dichas muestras se dice que intentarán aclarar las sendas principales por las que transita el arte del paisaje en las últimas décadas y que se centrarán en las disciplinas más acordes con el ámbito del arte contemporáneo, lo que dejaría de lado las últimas propuestas pictóricas, aunque sí que acogen a la fotografía, medio que se incorpora –de repente descubren- a la percepción del paisaje.
El paisaje, por lo tanto, concebido desde este punto de vista, implica un análisis multidisciplinar del entorno natural, es decir, que requiere de una metodología científica para su investigación, cuyas conclusiones están dirigidas a crear un debate en la sociedad, y en la que las cuestiones estéticas, como la preservación de su belleza -denuncia de su destrucción- el tipo de urbanismo y la arquitectura, se relacionan con conceptos éticos como la identidad del territorio, la conciencia medioambiental o la reacción de la sociedad civil. Pero los simulacros ejecutados por los autores para poner de relieve estos mensajes, que tienen que ver, a veces, con la escenificación de un teatro político-social, están muy lejos de la propuesta artística que vamos a presentar. Tampoco comprende esta, aquellas nuevas lecturas del paisaje que devienen de las estrategias de redefinición del lugar que resulta de la escultura -expandida desde la epifanía kraussiana- o de intervenciones en aquel para luego documentarlas por medio de la fotografía: el Land Art y el Minimal no deambulan por nuestro imaginario laberinto de imágenes. El punto de vista es otro; otro que se encuentra en comunión con la emoción, con lo poético, con el misterio de la creación y el aliento de la contemplación, pero también con el valor del gesto pictórico, el placer por lo artesanal -aunque a la vez por las últimas tecnologías- con la caligrafía de la línea, y con las estancias de la memoria. Y todo ello derivado de un encuentro con el paisaje.
Lo que pretende este conjunto de obras del artista español Víctor López-Rúa es hacer reflexionar al espectador sobre la pervivencia, dentro del arte contemporáneo, de una manera de entender el paisaje que aborda el puro acto de mirar, de mirar e interiorizar lo que vemos, de apropiarnos de una parte de la naturaleza, cuya identidad como paisaje nace al bautizarlo como “nuestro” -porque la naturaleza existe per se y el paisaje solo existe en relación con el hombre-. Ese acto contemplativo provocador de la creación plástica se enfrenta a la velocidad maquinal que impera en nuestra sociedad, que nos tienta con la inmediatez, que nos embauca con su liturgia finalista, y que, según el urbanista y pensador francés Paul Virilio, actúa como una potencia de destrucción que liquida la capacidad de análisis. A contracorriente, entonces, nos sumergimos en la ascesis del trabajo que implica concentración y meditación, y que nos acerca a la ansiada plenitud creadora; esto, claro, tiene su reflejo en una determinada recepción de la obra por el espectador, porque ya alejados de la dictadura del “aura fría”, el misterio encuentra su lugar en el ritual de la contemplación, provocando esa irrepetible aparición benjaminiana que, para el Pessoa del Libro del Desasosiego, es “nitidez en el alejamiento”.
Pero además de una determinada pulsión compartida, esta perspectiva aérea sobre el conjunto de obras nos ofrece también una propuesta expresiva mediatizadas por el tema del paisaje. Multiformidad que se corresponde con la integración de estilos -remotos, pasados y actuales- que, como reacción a la modernidad, nos trajo el postvanguardismo –o posmodernismo-, y ya anunciada desde hace más de cincuenta años por Harold Rosenberg y Octavio Paz. La disponibilidad de todos estos códigos nos hará maniobrar entre unas obras en las que el espectador encontrará, desde códigos que activan a través del cine y de la fotografía, hasta pura pintura, es decir, aquella que registra luz y color, que revela gesto y materia. Y podremos contemplar paisajes encerrados en una tela que nos predispone estratégicamente para observar y reflexionar, como en los bancos de René de Girardin, aquellos dispositivos de focalización enclavados en su jardín de Ermenonville que, ante la sorpresa del visitante, provocaban su clímax emocional.
Víctor López-Rúa